Me declaro fan de los bootlegs, los piratas, los discos llenos de música robada a los artistas en sus conciertos. En ellos encuentro la realidad de su arte, sin retoques, sus aciertos y sus errores, sus glorias y sus miserias. El arte sin control, vaya. El primer bootleg se lo debemos al mismo Edison, el inventor del fonógrafo: una de las primeras grabaciones la registró (sin permiso) durante los primeros diez minutos de una ópera. La vida comercial del disco pirata moderno, podríamos decir, despegó a finales de los sesenta por culpa de Bob Dylan. Tras su accidente en moto allá por 1967 se vio obligado a recluirse una temporada; con sus colegas de The Band registró, más o menos terminadas, un sinfín de canciones y tomas de las mismas. Algunas de ellas acabaron en manos de otros artistas (había que ganar dinero), pero muchas aparecieron en un disco no autorizado de título The great white wonder , que fue un éxito de ventas (ilegales). El fanatismo por los artistas llevaba a muchos fan